Ya no me respondes.
El resto de la noche
que suena.
Un día usted se despierta y, como todos los días, se dirige al baño a evacuar las exigencias de su fisiología. Allí está usted, orinando medio dormido, intentando embocarle al inodoro, cuando de repente levanta su vista y descubre un pequeño punto negro suspendido en el aire. Su primera reacción es creer que se trata de una, digamos, “licencia poética” de su vista. Pero no: usted frota sus ojos y nada; mueve su cabeza, y el pequeño punto se mantiene allí, cual pixel de plasma quemado, flotando en la inmensidad del cosmos, exactamente en su baño, y mas o menos equidistante entre su cabeza y el botón de desagote.
Quizás sea esa fijación por meter el dedo en lugares extraños lo que lo lleva a acercar su mano y querer tocar tal cosa. Craso error. El punto ejerce una succión inusual y desmesurada en su dedo índice, y se ve obligado a ayudarse con la otra mano para salir de tal embrollo. La situación, fugazmente cautivante -aunque necesitaría una escalera-, pronto se convierte en pánico. Usted no será un experto en física cúantica, pero tiene el suficiente bagaje cultural (esas historietas ñoñas que lee) como para, al menos, suponer que se trata de un apenas perceptible agujero negro. ¡Mierda! Dice para sus adentros.
Cuarentayochos llamados más tarde logra convencer a un astrofísico de que visite su baño. Y aquí las cosas se ponen un poco difusas. El astrofísico pronto se convierte en decenas de especialistas con toneladas de maquinaria, todos agolpados en su dos ambientes de 29 mts2. La situación, para que negarlo, le genera un poco de ansiedad: no solo por tener un agujero negro en su baño, sino también porque la tapa del inodoro quedó levantada y en su interior se pueden ver unas evidentes manchitas marrones que jamás se dignó a limpiar. Analiza usted entonces ponerse a explicar, a los gritos, que bueno, vive solo, que suele hacer la limpieza los sábados, y que tampoco esperaba visitas, menos aún a decenas de personas apretujoneadas en su baño. Pero no. Mejor no.
A la larga los especialistas deciden que si, que se trata de un ‘agujerito negro’ -si, ahora se le da por llamarlo agujerito-, pero que por suerte está estable y no parece que vaya a crecer. Conformes, se retiran todos, llevandose consigo la maquinaria, no sin antes clausurarle definitivamente su baño “por si acaso”.
El resto de su vida usted se lo pasará cagando en una maceta.
Un día usted se despierta y es un hongo. Y no uno bonito o agradable. Comestible, si, pero medio insípido. Nada del glamour típico del champignon o portobello. Usted es poco atractivo a la vista: cabezón, marrón caquita, y con su tronco hundido en la tierra, porque ni siquiera tiene el dudoso -más psicotrópico- honor de haber brotado de las heces del cebú. Para colmo creció solo, sin coetáneos. Su única companía será un árbol que le impide ver el sol pero no le frena el chiflete que constantemente le pega en la espalda.
El resto de su existencia será bastante irrelevante: un día un perro lo olisqueará; otra vez unos niños campamentistas lo picarán un rato con un palo. Y eso es mas o menos todo.
Ánimos: tampoco es que los hongos vivan demasiado.
Una carcajada;
la forma en cruzabas las piernas al sentarte en el piso;
una borrachera en año nuevo;
el cenicero que improvisabas con el atado de parissienes vacío;
la única vez que te ví llorar desconsoladamente;
un -muchos- consejos.
Olvidar cada día, y a pesar del esfuerzo, un par de esas pequeñas instantáneas que impiden que te conviertas en mero recuerdo.