Luego de mucho meditarlo llegó a la conclusión que el problema no era su insomnio, sino que los días venían mal ordenados. Uno debería amanecer como siempre, pensó, pero pasado el almuerzo, a eso de las 2 de la tarde, debería hacerse automáticamente de noche. De esta manera, el espacio de la tarde, el mas abúlico, el mas sopopífero, el menos inspirado, se utilizaría para el descanso físico. Y recién al alba, con el pleno sol de mediodía despuntando, uno se iría a la cama.
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