Sábado. 4:30 am. Recién arribado, y por pura costumbre, abre usted la heladera. Allí está, fulgurante entre el macrocosmos que desdibuja esa lucecita de mierda: una porción de pizza. LA porción de pizza.
"¿Tengo hambre?" siente la necesidad de preguntarse. Y la respuesta sincera es un no: No solo su abundante cena lo han dejado sin apetito por el resto de la jornada sino que, incluso, debe reconocer una leve acidez estomacal subiendo por su tracto digestivo, producto de la cantidad indeterminada de ferneces que ha ingerido a lo largo de la velada.

Y sin embargo, no puede evitar observarla, curioso. Es perfecta. Incapaz, por su sobria cantidad, de ser propuesta de almuerzo; con su media masa y su jamon, con sus morrones incrustados sobre una generosa cantidad de muzzarella. "Que diablos, allá vamos", se dice a si mismo en un intento de volver simpática una situación un tanto decadente, mientras prende la tostadora y arroja allí, sobre el fuego, a su canapé gigante.

Diez minutos mas tarde habrá borrado de su cabeza todo el episodio. Recién volverá a recordarlo cuando, aún legañoso, intente tostar sus rodajitas de pan integral y se tope, de prepo, con el grasiento gratinado vejando sus fosas nasales desde el fondo de la tostadora, un lunes a primera hora.